El denominado “cine quinqui” pasa por ser uno de los subgéneros
más específicamente autóctonos de cuantos ha cosechado el cine popular
español a lo largo de su historia. A caballo entre el thriller y la
crónica costumbrista de la vida que se daba en los suburbios de las
grandes ciudades de la España post-franquista, sus historias en torno a
las andanzas delictivas de jóvenes delincuentes surgidos de este
contexto, en muchos casos interpretados por ellos mismos, triunfarían en
las carteleras del país, convirtiéndose en todo un fenómeno
sociológico. Su éxito sería tal que incluso daría pie a la creación de
una suerte de star system propio, tanto de directores como de
actores, especializados en la temática. Dentro de este último grupo, uno
de los nombres más destacados sería el de Bernard Seray, en gran medida
gracias a su interpretación de “El Vaquilla” en Perros callejeros II y Los últimos golpes de “El Torete”,
ambas dirigidas por José Antonio de la Loma. Tanto es así que, cuatro
décadas más tarde de la realización de aquellas películas, el actor
barcelonés aún sigue siendo parado por la calle por algunos
irreductibles admiradores de este estilo que le reconocen como a uno de
sus ídolos.
Sin embargo, al contrario que la mayoría de sus compañeros, la
filmografía de Seray no se circunscribiría únicamente a los márgenes del
cine quinqui. Activo desde finales de los setenta, su nombre sería
habitual en los repartos de otro estilo tan característico de la época
como el por entonces pujante cine “S”, interviniendo también en varias
películas de terror como Diabla, Apocalipsis caníbal o El invernadero.
Aprovechando su presencia en la pasada edición del Festival de Sitges,
al que acudiría para participar en la presentación del libro de nuestro
colaborador Javier Pueyo Lucio Fulci. Autopsia de un cineasta, así como en la consiguiente proyección del film del realizador italiano La miel del diablo
en el que diera vida a uno de sus personajes principales, repasamos con
él lo que dio de sí su trayectoria en la gran pantalla y los motivos
que propiciaron su repentina retirada de la profesión a finales de la
década de los ochenta.
Si no me equivoco, tus comienzos te sitúan como modelo. ¿Qué te llevó a convertirte en actor?
Siendo modelo fui invitado a acudir al concurso de Miss Barcelona
como jurado. La elección de Miss Barcelona se hacía en “Barcelona de
noche”, que era un local prohibidísimo del Barrio Chino barcelonés de
entonces. Entre los miembros del jurado estaba Ignacio F. Iquino, que
fue quien me propuso hacer uno de los personajes de una película que
estaba rodando y que resultaría ser Los violadores del amanecer.
¿Qué recuerdas del rodaje de aquella tu primera película?
Lo cierto es que yo había llegado desde París a España creyéndome que
era una especie de Dios. Durante la propia elección de Miss Barcelona,
Iquino y su cuñada, que era su novia, me citaron días después en su
productora, que estaba en la calle Valencia, para hablar de mi
participación en la película. Al llegar yo les pregunté si el papel era
para hacer del chico, ya que entonces no se utilizaba el término de
protagonista. “No, es un segundo papel”, me respondió. Así que le dije
que yo no lo quería hacer y, literalmente, me echaron. Sin embargo,
cuatro días después me vinieron a buscar ofreciéndome ya el papel de
Rafi, que era el personaje que yo quería.
Ya en el rodaje, el primer día fue para mí, realmente, muy duro. Para
empezar, tenía que aparecer desnudo. Y a mí que me maquillaran todo el
cuerpo me parecía rarísimo, ya que como modelo solo me maquillaban la
cara. Y después en el plató tenía que hacer la secuencia junto a una
mujer embarazada de ocho meses totalmente desnuda que era Alicia Orozco,
por cierto, una actriz estupendísima. Ese fue mi debut y mi primera
secuencia en el cine.
Curiosamente, en este debut ya incursionarías en un estilo,
el denominado cine quinqui, en el que te convertirías en uno de sus
principales iconos a raíz de tu participación de Perros callejeros II. Busca y captura y Los últimos golpes de “El Torete”. ¿Te molesta que la gente te recuerde por estos trabajos?
No me molesta por un motivo: se creó un estilo cinematográfico. Así
de claro y sencillo. De hecho, en su momento el éxito de estas películas
traspasó fronteras, y alguna, como Perros callejeros II, se
hizo en coproducción con México, que también realizó sus propias
películas autóctonas de este tipo siguiendo este modelo. Es más, fue la
productora mexicana la que posteriormente exigió el mismo reparto para Los últimos golpes de “El Torete”, que como curiosidad te contaré que originalmente se titulaba Los últimos golpes de “El Vaquilla” y “El Torete”, tal y como puede leerse en el guion original que aún conservo, ya que la idea era hacer una historia en la onda de Dos hombres y un destino.[1]
Y yendo ya a la actualidad, se han organizado exposiciones sobre este
cine en museos. Por lo que no me molesta, aunque sí que me sorprende
que, con mi trayectoria, con tanto cine que he hecho, únicamente se me
recuerde por estas películas. Tanto es así que, pese a los años que han
pasado, aún sigo siendo un ídolo para los gitanos, que todavía continúan
parándome cuando me ven por la calle.
En ambos films, dirigidos por José Antonio De La Loma, darías
vida al delincuente real apodado “El Vaquilla”. ¿Llegaste a conocerle
personalmente para dar forma al personaje?
Claro que conocí a Juan José. En una ocasión nos llegaron a entrevistar juntos para Interviú,
donde, por cierto, vi cómo el periodista le pisoteaba, ya que él no
tenía muchas luces con respecto a la intención de las preguntas. Y la
verdad es que le hicieran eso me molestó mucho. Aparte, también nos
vimos varias veces durante los rodajes, pero tampoco es que tuviera que
inspirarme en él para crear al personaje, ya que De La Loma tenía muy
claro que quería otra imagen distinta a la de Juan José para la visión
que él pretendía de “El Vaquilla”; para quincorro ya tenía a
Ángel. Es más, si ves las películas apreciarás que a mí me sofisticaba
mucho; me obligaba a aclararme el pelo, vestía como muy pijillo…
Ya que lo has citado, ¿qué tal fue tu relación con el que
fuera tu pareja artística en estas dos ocasiones, Ángel Fernández “El
Torete”?
Buena, lo que pasa es que Ángel era muy taciturno. Era buen tío, de
todas maneras, y yo tuve muy buena relación con él pese a nuestras
diferencias. Algunas veces nos enfrentamos en historias, porque, por
ejemplo, a él le costaba recordar los textos y en pleno rodaje decía “es igual, Bernard que se los sabe los repetirá”.
Claro, llegaba un punto en el que yo me agobiaba. Pero ya te digo, al
margen de eso bien. Por otra parte, tampoco conectábamos mucho por el
simple hecho de que yo no me drogaba como él.
En este sentido, supones todas una rara avis dentro del
estilo, al ser el único de sus protagonistas habituales que no era, en
realidad, un joven marginal auténtico. ¿Había por ello algún tipo de
diferenciación entre vosotros?
Sí, claro. La primera diferencia estaba en lo que cobrábamos y en lo
que pactábamos. Por ejemplo, si iba a hacer promoción, a mí me tenían
que pagar, ya que De La Loma se sacó de la manga ir de discotecas con
Los Chichos, Los Chunguitos o Bordón 4. Entonces tú salías al escenario
como si fueras un jarrón chino mientras ellos cantaban. Yo me planté y
dije que yo por eso cobraba, ya que era mi trabajo. La verdad es que
tuve bastante mala relación con De La Loma. Nos aguantábamos porque a él
le interesaba mi cara y a mí trabajar.
Luego, a mí me hace mucha gracia que entre ellos me llamaran
“pastel”, porque no era un quinqui real. Me acuerdo, por ejemplo, que un
día antes del estreno de una de ellas en el cine Fémina de Barcelona me
llamó Ángel y me dijo: “Por favor, Bernard, me tienes que decir qué me pongo para mañana.” Es decir, ellos querían aprender, lo que pasa es que los utilizaron.
Al final fueron juguetes rotos, como quien dice…
Y tan rotos.
Pese al tiempo transcurrido, aquel cine cuenta a día de hoy
con una legión de fans, aún cuando muchos de ellos no vivieran aquella
época y, por tanto, no conozcan en primera persona el contexto
económico, social y político que reflejaba. ¿Por qué crees que cuatro
décadas más tarde estas películas siguen despertando tantas pasiones en
ciertos espectadores?
Porque reflejaban un espíritu de libertad. En aquella época se
hicieron porque eran una forma de vindicar algo; mostraban la libertad
mal entendida del ser humano a través de unos jovencitos que se creían
que dominaban algo, pero que en realidad no dominaban nada. Por eso
gustan. Al igual que en Estados Unidos flipan con las películas del
Oeste y tienen a sus protagonistas como héroes, aquí para cierta gente
los “Torete”, “Vaquilla” y demás son una especie de Robin Hood.
Cine quinqui a un lado, otro género en el que estarías muy
activo durante aquellos años sería el erótico. ¿Cómo eran aquellos
rodajes, sobre todo teniendo en cuenta que se producían en un momento en
el que el país estaba saliendo de una dictadura que había sido muy dura
con este tema?
Te diré que había veces que venía la policía y me iba con ellos. Con Ismael González rodamos una adaptación de Gamiani,
que era una novela que Franco tenía prohibidísima. En realidad era la
historia de los amores entre Chopin y de George Sand, que Alfred de
Musset escribió en un libro para vengarse de su mujer, que era George
Sand. Pues bien, el rodaje se hizo en Galapagar (Madrid), y por dos
veces el coche del equipo fue zarandeado. Aparte, en la puerta del
chalet donde rodábamos se manifestaban los Hijos de Cristo Rey. Una cosa
horrorosa, que hacía que tuviéramos que ir con cuidado, porque no se
aceptaba.
Algo parecido me pasó también trabajando de nuevo con Ismael González cuando hicimos otra cosa que se llamaba Al sur del edén. Nos invitaron al estreno en Murcia y cuál fue mi sorpresa cuando llego al cine y el film que se anunciaba era Amor ardiente sobre la arena caliente.
Yo pensaba que me había equivocado de sitio, pero me dijeron que no,
que esa era nuestra película. Y allí también hubo violencia; de hecho,
pasé miedo con la que se armó entre la gente.
Es curioso comprobar cómo en muchas de las películas “S” en
las que participaste coincidirías con un grupo estable de actrices, como
pueden ser Berta Cabré, Carla Dey o Raquel Evans. ¿Era algo casual?
Éramos el grupo habitual de actores de Barcelona que hacíamos cine
erótico: Berta Cabré, Raquel Evans, Eva Lyberten y yo. Más o menos ya
sabíamos que si aparecía un personaje para uno, acabábamos trabajando
todos en la película. Era curioso, porque hasta cuando trabajábamos en
Madrid coincidíamos. Y son unos nombres que con los años se han quedado
en la memoria de los espectadores. Otra de estas actrices era Patricia
Adriani, con la que, por cierto, estuve hace un mes en Madrid, y me
contó que ha vuelto a relanzar su carrera.
En cambio la que no era tan conocida era Carla Dey. De hecho, de protagonista creo que solo hizo Bacanales romanas,
porque en el resto de películas eróticas hacía papelitos. La prueba
está en que ella de esta etapa nunca habla. Y, desde luego, la estrella
absoluta en esa época del erotismo era Raquel Evans. Eso seguro.
Al trabajar tanto juntos, ¿qué tal os llevabais entre vosotros?
Muy bien. Con Raquel de hecho compartí casa varios años. Y con Berta
muy bien, porque fue mi novia, mi mujer, mi hermana… Hice de todo con
ella en la pantalla. Lo que pasa es que Berta se retiró cuando inició
una relación con Martín, un ayudante de producción con el que montó una
productora en Canarias, y se apartó un poco de este mundillo.
Ya pasada la fiebre del destape, regresarías al cine erótico a las órdenes del director italiano Lucio Fulci con La miel del diablo. ¿Qué tal fue la experiencia de trabajar junto a tan controvertido cineasta?
Creo que él se encaprichó de algo que vio en mí. O al menos esa es la
sensación que me dio a mí, ya que siempre me preguntaba mucho por otro
director italiano que se llamaba Mario Siciliano, del que creo que había
sido ayudante de dirección, y con el que yo había hecho años antes una
película titulada Las verdes vacaciones de una familia bien.
Fulci me llamó a través de esa imagen que había visto mía, y que era lo
que me pedía que le diera al personaje. Quería que hiciera de un
productor discográfico, pero con una pincelada más sofisticada, por
decirlo de alguna forma. En ese momento no entendía muy bien lo que
quería, aunque luego lo comprendí cuando vi el montaje.
Es decir, aunque fuera una coproducción, puede decirse que
Fulci te eligió a ti expresamente para el papel, no fue cosa de los
productores…
Totalmente. Fue tan a tiro hecho que solo discutimos por la cantidad
de dinero que debían pagarme, ya que yo pedía más dinero para hacer las
secuencias eróticas, lo que hizo que no apareciera en ninguna en toda la
película. De hecho, antes mi representante me dio el guion directamente
para que lo leyera y viera si me interesaba. Porque, aunque no fui
nadie, tenía la posibilidad de decir sí o no a los trabajos que me
ofrecían. Y dije que no a muchos papeles que me presentaron. Sin
embargo, otras muchas cosas que me interesaban no las pude alcanzar
porque el lastre de haber hecho “El Vaquilla” y las películas eróticas
me frenó mucho. Con Vicente Aranda, por poner un caso, estuve cinco
veces a punto de trabajar, pero siempre dos días antes de empezar el
rodaje me sacaban de la película. Por ejemplo, cuando trabajé con
Antonio Chavarrías se cuidó mucho que no se me reconociera tiñéndome el
pelo. Hice con él Una sombra en el jardín y firmé para repetir en Manila, en la que me acabó sustituyendo por Álex Casanovas.
¿Y no te planteaste cambiarte de nombre artístico para evitar que te asociaran con tu carrera previa?
Bueno, en Una sombra en el jardín por contrato aparecía con
mi verdadero apellido y no con mi nombre artístico, pero, como decía
antes, el haber hecho erotismo me lastraba mucho. Tanto es así que
durante un tiempo estuve medio retirado al comprobar que hasta
trabajando en el teatro me ofrecían papeles en los que tenía que
desnudarme. Me fui a Madrid a hacer El carnaval de un reino en
la compañía de Carmen Bernardos, y de los treinta y dos personajes que
había en el escenario el único que aparecía desnudo era yo.
Curiosamente, aparte de la mencionada La miel del diablo, a lo largo de tu carrera participarías en varias coproducciones con Italia, como Apocalipsis caníbal o Diabla,
película esta última cuyo realizador titular, Enzo G. Castellari, llegó
a declarar que él no la dirigió, sino que solamente la firmó para hacer
un favor a los productores de cara a que pudieran estrenarla. ¿Qué me
puedes contar a este respecto? ¿Recuerdas si hubo algún problema durante
la filmación?
La dirigió él y problemas durante la producción hubo muchos. Parte de
la película se rodaba en Canarias, en Tenerife para ser más exactos,
aunque no recuerdo si fue en Santa Cruz o en La Laguna, y era una bronca
continua. Lo que sí puedo decirte es que aparecía mucho y, en ciertos
momentos, si no la dirigió quien sí tuvo que ver fue un director español
muy conocido: Jess Franco. Entonces no se sabía muy bien qué hacía por
ahí, que de golpe hacía como productor, o de golpe… En fin. Pero, desde
luego, en las tres secuencias que yo hice, ya que era un personaje muy
corto, me dirigió Castellari. Me acuerdo porque para mí fue muy
desagradable, ya que te ofendía y gritaba mucho trabajando. Tenía
siempre palabrotas en la boca, ¿sabes? Él no se paraba en la cuenta de
que, aunque la película se rodaba en inglés, los actores solo teníamos
un nivel de conversación, por lo que si teníamos un lapso con el texto,
primero teníamos que pensar en nuestro idioma cómo salir del paso y
luego corregirlo.
Las propuestas tanto de Apocalipsis caníbal como de Diabla se encuadraban dentro de los márgenes del cine de terror, género al que regresarías con El invernadero, la ópera prima de Santiago Lapeira como director, en la que compartirías protagonismo con Ovidi Montllor…
Ovidi era un dios en la época. Piensa que acababa de hacer poco tiempo antes Furtivos,
y como cantautor era muy, muy reconocido. Pese a ello, era payés, es
decir, muy de andar por casa. En aquella película la estrella era él,
pero no lo demostraba. Además de Ovidi, en esa película estaba,
precisamente, Carla Dey, estaba Lucchetti, también trabajaban Víctor
Israel y Berta Cabré, que hacía de mi novia.
Tras esta época tan prolífica, en la que ruedas casi una
veintena de títulos en ocho años, aproximadamente, superado el ecuador
de los ochenta tu carrera en la gran pantalla se cortó de forma brusca.
¿Qué ocurrió? ¿Tuvo algo que ver en ello la crisis de producción a la
que abocó la polémica Ley Miró a ese cine de género en el que habías
desarrollado el grueso de tu trayectoria?
No. Mi carrera la corté yo. Comencé una historia sentimental muy
importante y, no te voy a engañar, tengo la vida solucionadísima, por lo
que comencé a declinar todo lo que me iban ofreciendo. Entonces me fui a
Madrid, hice dos años de teatro, pero me harté también de recorrer
pueblos, ya que me contrató la Confederación de Cajas Castellanas e
íbamos a lugares perdidos en los que veías a la gente llegar con las
sillas de casa para presenciar la función. Así que me volví otra vez a
mi ciudad, que es Barcelona, porque entre otras cosas yo quiero vivir
cerca del mar. Una vez aquí me volvieron a ofrecer cosas, pero me
frustré al ver que eran para comenzar desde el principio. Sin ir más
lejos, De La Loma quería que apareciera en Tres días de libertad
haciendo otra vez de quinqui, a lo que me negué rotundamente. Y en
vista de que ya empezaba a ser cuarentón decidí abandonar la profesión.
Y a día de hoy, ¿a qué te dedicas? ¿Te planteas volver a retomar tu faceta interpretativa?
Cuando me retiré, comencé a estudiar y me doctoré en medicina
alternativa. Durante ocho años he tenido una consulta de acupuntura y
este tipo de técnicas, aunque ahora mismo estoy prejubilado. En cuanto a
volver a actuar, alguna cosa me han ofrecido, e incluso lo he
estudiado, pero me produce mucha pereza. Francamente, si no es un
personaje que me llegue de verdad y venga por parte de alguien que me
quiera cuidar, no voy a volver. Eso lo tengo claro.
José Luis Salvador Estébenez
Fotografías: Juan Pedro Rodríguez Lazo
[1] Recordemos que la precuela de ésta se tituló Los primeros golpes de Butch Cassidy y Sundance Kid (Butch and Sundance: The Early Days, 1979), de manos de Richard Lester.
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