sábado, 13 de septiembre de 2014

DANZA MACABRA (1964)



No cabe ningún género de dudas el afirmar que Mario Bava y Riccardo Freda fueron los originadores de lo que se ha venido a denominar “la escuela del cine gótico italiana”. A la sombra de sus seminales trabajos eclosionaría todo un movimiento que pronto adquiriría el rango de subgénero, merced a un estilo propio que tendría sus principales señas características en la belleza plástica de sus imágenes y una concepción dramática puramente latina, en la que lo bello y lo hórrido, el amor y la muerte, caminarían de la mano junto a las más bizarras inclinaciones sexuales. Dentro del grupo de realizadores que seguirían los pasos de estos pioneros destaca por derecho propio el nombre de Antonio Margheriti. Nada extraño teniendo en cuenta que sus diferentes incursiones en la temática se saldarían con algunos de los exponentes más valiosos legados por el orrore all’italiana.

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No obstante, ni tan extraordinario balance ni la reivindicación de la que viene siendo objeto su obra de un tiempo a esta parte por amplios sectores de la crítica especializada ha evitado que su figura permanezca en un segundo plano frente a la importancia de Bava y Freda. En su contra parece pesar más la etiquetación de artesano que le otorga una prolija filmografía cercana a los sesenta títulos y alargada en el tiempo hasta los últimos compases del pasado siglo, con la que recorrería buena parte de los estilos frecuentados durante sus diferentes etapas por el cine popular trasalpino. A la vista de tales características, es fácil ceder a la tentación de establecer ciertas analogías entre su carrera y el desarrollo experimentado por dicha industria durante su edad dorada: desde las originales reformulaciones de los géneros clásicos instaurados por Hollywood de sus inicios, hasta las miméticas fotocopias de los taquillazos de turno que certificarían su defunción un par de décadas más tarde; una diferenciación que entraña en sí mismo el porqué de la debacle de la otrora esplendorosa política de géneros adoptada por la cinematografía italiana.

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Un caso bien significativo a este respecto lo constituye Danza macabra. Y es que no deja de ser curioso que la que muchos consideran su obra maestra se viera aquejada de una serie de condicionantes industriales no muy diferentes a los que su director se toparía hacia el final de su andadura profesional, cuando tuviera que dar forma a sus particulares remedos deRamboAlien y demás éxitos del cine norteamericano del momento. De este modo, el germen de la película nace del interés de Sergio Corbucci por aprovechar los decorados en los que había localizado Il monaco di Monza, comedia a mayor gloria del popular Totó. Sin embargo, otros compromisos profesionales previos obligarían al futuro director de Django a renunciar a su realización[1], motivo este por el que para ocupar su puesto recomendaría al productor Giovanni Addessi la contratación de Margheriti, quien tendría que hacer frente a un apretado plan de rodaje. Según declaraciones del propio cineasta, la filmación se desarrollaría durante dos semanas con tres cámaras simultaneas, destinándose un día más para el trabajo con efectos.

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A tan atropellada producción hay que añadirle las más que evidentes influencias que su material de partida mantiene a nivel conceptual. Por un lado, el de la fundacional La máscara del demonio, de la que asimila el carácter romántico-macabro y fatalista de su trama, y su look visual, caracterizado por una fotografía en contrastado blanco y negro. El otro referente que maneja se encuentra en las coetáneas traslaciones de la literatura de Edgar Allan Poe que orquestara Roger Corman, a las que alude de muy diferente forma. Al igual que algunas de ellas, se trata de una falsa adaptación, en este caso de un indeterminado texto del escritor norteamericano, el cual, inesperadamente, participa también en la historia como un personaje más. Además, con el fin de hacerse pasar por un producto anglosajón, todo el equipo adoptaría nombres de raíces inglesas, con la lógica excepción de los actores provenientes de aquellas latitudes. Ambas influencias son hermanadas por el protagonismo de Barbara Steele, musa por excelencia del cine gótico italiano y, al mismo tiempo, coprotagonista de El péndulo de la muerte, segunda entrega del ciclo Corman en la que participaría, en gran medida, gracias a la repercusión obtenida por su colaboración con Bava, en un curioso fenómeno de vasos comunicantes.

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Aún con todos estos componentes, Danza macabra dista mucho de ser un producto derivativo. Antes al contrario, posee una marcada personalidad a la que contribuye de un modo determinante el sugestivo libreto pergeñado por los hermanos Corbucci y Giovanni Grimaldi, responsables aquel mismo año del guion de otra cinta de ecos poenianos, la poco conocida coproducción hispano-italiana Horror de Alberto de Martino. Gran parte de su mérito anida en el audaz planteamiento metafísico sobre el que se sustenta la trama, expresado sobre una base sumamente esquemática basada en la confrontación entra la óptica racionalista y la sobrenatural: durante la noche de difuntos, un escéptico periodista, enviado para entrevistar a Edgar Allan Poe aprovechando su visita a Londres, acepta la apuesta de un noble local para pasar la velada en su abandonado castillo, sobre el que pesa la leyenda de que todo aquel que ha pasado esa noche en el lugar no ha vivido para contarlo.

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Llegado a la mansión, el hombre descubrirá para su sorpresa que esta se encuentra habitada, enamorándose perdidamente de una de sus ocupantes con la que llegará incluso a yacer, en un momento totalmente insólito dadas las significaciones que implica una vez se revele la auténtica naturaleza de la joven. Poco a poco, y según avance la noche, la seguridad del protagonista en sus convicciones se irá desmoronando como un castillo de naipes a medida que sea testigo de diversos fenómenos inexplicables, hasta descubrir la verdad de lo que en la mansión ocurre: lo que él cree seres vivos son, en realidad, los espectros de sus antiguos moradores, condenados a repetir en un bucle sin fin los mismos actos acaecidos durante la noche en que fallecieron, para lo que deben beber la sangre de sus huéspedes a fin de asegurarse por un año más su especial estadio, como si de un sacrificio tribal se tratara.

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Lo metafísico deja así entrada a la metaficción. El hecho de que los muertos deban contar con incautos visitantes que pasen la noche en el castillo como paso intermedio para perpetuar su (no) existencia y, con ello, volver a vivir ad nauseam sus últimos momentos, puede verse como una metáfora de la necesidad de cualquier representación artística de tener un público que la presencie. Una idea que se hace especialmente palpable en aquella escena en la que el periodista, en compañía de su particular cicerone en lo sobrenatural, el Dr. Carmus, asiste a la repetición de los trágicos sucesos que originaron la maldición. Al igual que los espectadores, el protagonista es testigo de unos hechos en los que no puede intervenir pese a sus denodados esfuerzos, y que volverán a repetirse sin modificación alguna, ya sea la próxima noche de difuntos o cada vez que se reproduzca la película, con la única condición de que exista un testigo que los presencie.

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Redundando en esta teoría, tampoco puede ser pasada por alto la ya comentada presencia de Edgar Allan Poe dentro de la historia, y mucho menos que sea el primer y el último personaje en escena en tener la palabra, y lo haga, además, con dos intervenciones de lo más sintomáticas. Así, el inicio de la cinta nos presenta a nuestro intrépido entrevistador adentrándose en una taberna en cuyo interior el escritor bostoniano relata uno de sus cuentos macabros ante una entregada parroquia que le escucha embelesada. Más tarde, y escasos instantes antes del letrero “Fine”, Poe reflexionará en voz alta al observar la suerte corrida por el plumilla: “Cuando escriba esta historia nadie la creerá. Como siempre.” Dando la vuelta a la frase, ¿hasta qué punto cabe la posibilidad, a tenor de lo expuesto, de que todo lo narrado sea otra ficción creado por el autor de El cuervo? Al fin y al cabo hay que recordar que la película se dice basada en uno de sus textos, en realidad inexistente…

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Por si aún quedaran dudas, la puesta en escena de Margheriti ayuda a potenciar aún más semejante subtexto, debido a su tendencia a la identificación del espectador con el protagonista. Si bien en un principio parece que narrativamente vayamos un paso por delante suyo – frente a la sorprendente naturalidad con que acepta que, en contra de lo que esperado, el castillo tenga inquilinos, a ningún espectador se le escapa que se tratan de fantasmas, tal y como se encarga de ratificar el doble sentido de muchos de sus diálogos-, después de que el periodista traspase la verja que da acceso a la casa encantada la planificación nos sitúa a su mismo nivel, haciéndonos recorrer y descubrir junto a él los pasillos, habitaciones y recovecos del castillo. Véase a este respecto las numerosas ocasiones en que al entrar en una nueva estancia la cámara escudriña sus paredes, tomando el punto de vista subjetivo del personaje por medio de panorámicas semicirculares en un movimiento descriptivo que remite directamente a uno de los momentos más emblemáticos de La máscara del demonio, como es el descubrimiento de la tumba de Asa.

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Pero la labor del director de I lunghi capelli della morte no se queda aquí, y en su debe hay también que destacar la forma en que sabe sacar partido de un material que, con todos sus aciertos, en otras manos podría haber deparado un desarrollo de lo más plomizo dadas sus particulares características. Si esto no ocurre es gracias a la dinámica y sobria realización del italiano, rica en atmósferas fantasmagóricas y decadentes, y plena en inventiva visual[2], sin que todo ello vaya en menoscabo del excelente rendimiento del resto de apartados implicados; desde la banda sonora de Riz Ortolani hasta la encomiable labor interpretativa de su reparto, en el que solo flojea, paradójicamente, el encargado de llevar todo el peso del film sobre sus hombros, el francés Georges Rivière. Las numerosas peregrinaciones del protagonista por los pasillos de la mansión están rodados con tal elegancia y de tal forma que acrecientan la sensación de inquietud y suspense, a lo que ayuda la iluminación empleada por Riccardo Pallotini, basada en el contraste entre la sobrecargada iluminación de los elementos en primer término y la penumbra de unos fondos de los que parece pueda surgir el mayor de los terrores en cualquier instante. Otro acierto a su favor se encuentra en su estudiada dosificación narrativa in crescendo, otorgando a la película de una pausada cadencia que durante sus minutos finales se transforma en un último tramo vibrante y soberbio. Buena muestra del estado de gracia alcanzado por Margheriti en esta película es que cuando pocos años después realizara una nueva versión con más medios y fotografía en color bajo el título de La horrible noche del baile de los muertos, el producto resultante, sin ser para nada desdeñable, quedaría lejos de la excelencia exhibida por tan insigne precedente.

Autor: José Luis Salvador Estébenez

[1] Al parecer, Corbucci sí que llegó a ponerse al frente de la producción, aunque tan solo medio día en el que “no dirigió nada”, tal y como recordaba años después Margheriti en la entrevista aparecida en el libro Spaghetti Nightmares de Luca M. Palmerini y Gaetano Mistretta, según la traducción al castellano aparecida en “El extraño vicio del Dr. Hichcock” (http://stranovizio.blogspot.com.es/2007/06/entrevista-antonio-margheriti.html)
[2] Por ejemplo, la escena en la que el periodista es acosado en la cripta por los espectros que pretenden su líquido vital, acompañados por unos movimientos, dicho sea de paso, que parecen prefigurar el de los muertos vivientes de George Romero.

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