jueves, 24 de junio de 2010

HISTORIAS PARA NO DORMIR: LA MUJER QUE RESUCITÓ TRES VECES


Recientemente he adquirido unos cuantos números de la antigua colección de Historias para no dormir. Supongo que todos estarán al corriente que se trataba de una serie de Televisión que dirigía Chicho Ibañez Serrador y que se hizo muy popular en España durante los años sesenta. Pues bien, en cada bolsilibro vienen tres relatos de terror (que recoge autores de la talla de Guy de Maupassant, Thomas Burke o Charles Beaumont [este último guionista de la serie "Twilight Zone"], entre otros...), un reportaje al miedo (que como su propio nombre indica se trata de un artículo sobre sucesos espeluznantes), y por último,- y para mi de gran valor -, un guión de algunas de las historias para no dormir de la mítica serie de televisión española (¡!).

Pues bien, chafardeando entre esta recien adquisición he encontrado una suculenta historia que a bien seguro les podrá interesar. Se trata de un "Reportaje al miedo" escrito por Tico Medina y su nombre es "La mujer que resucitó tres veces". Supongo que no haré daño a nadie si me tomo la libertad de compartir con ustedes algunos de los fragmentos de este reportaje que a mi me resulta muy interesante.

***

Conoce el olor de los “crisantemos sobre el pecho”
La mujer que resucitó tres veces
Tiene un certificado de defunción
Conoce el tacto de la mortaja
Ha escuchado el llanto de los seres queridos, alrededor de su cadáver
Y además:
Estuvo ciega más de cinco años. “Hasta que un día, de repente, volvió la luz”
Perdió un brazo – el derecho – en un accidente. Así vio otra vez a la muerte, esta de otra forma: vestida de rojo

El medico miró al fondo de aquellos ojos abiertos. Tomó el pulso a aquella mano desplomada, pálida, fina como una muñeca, y auscultó el corazón con la trompetilla que llevaba en el fondo del maletín del viejo cuero.
(...)
-La niña está muerta. Lo siento mucho, señores.
(...)
En la habitación de aquella casa grancanaria estaba la Virgen del Pino, en una postal en color. Los grandes baúles de madera olorosa. La camita, en el centro, sobre la tea del suelo. El fantasma del tifus “se la llevó”. La madre rompió en un llanto terrible, doloroso. No había remedio. La niñita Hermógenes, con su lejano aire de muñeca pepona, fría y seca, estaba muerta.
Y había que vestirla de ángel. ¡Era tan bonita! El padre mordió su dolor en un rincón. Toda la habitación se puso pálida. Se abrieron las ventanas del cuarto. De repente ocurre que cuando llega la muerte todo huele a amarillo. Hacia calor. Pero el dolor arropaba todo.
(...)
Desnudaron a la niña. Llorando, se tejieron rápidamente las costuras del vestido con que la habrían de llevar, bajo la lluvia dorada, hasta el cementerio del monte.
Empezaron los rosarios. Se habló de vestirla de blanco. Pero “el angelito” no había hecho la primera comunión. La madre se sonó en un gran pañuelo y dijo entre un temblor de velas y de velos:
-Ira vestida como la Virgen de la Soledad…
(...)
Llegaron más personas. Los primos, las vecinas, los conocidos. A la puerta, los hombres se destocaban del sombrero negro, breve, de cinta ancha, canario, ya parduzco de tanto sol en lo alto.
(...)
Una hora, dos horas, tres horas…
Vino la noche. Llegó la noche. Lucieron las estrellas. Del mar, que estaba cerca, subía un viento salado. Como una brisa. Algunos hombres estaban a la puerta fumando un largo cigarro. Temblaban las velas. Bajo las buganvillas del patio, las mujeres se hacían aire con los pañuelos negros.
Cuatro horas, cinco horas, seis horas…
La larga noche del velatorio. Grandes se hacen las ojeras. Los hombres asoman en la vigilia en torno a un muerto una barba de dos días. ¡Y luego aquel trozo de vida, como de cera!...
-Igual que una muñeca… Lo mismito que una muñeca…
A las doce horas se arreglaron los trámites del entierro. Vendría una carroza blanca, casi como una tarta, con cristales limpios a los lados. Como una tartanilla que lleva a Cristo Muerto, en Viernes Santo, camino de la iglesia, a 24 horas de su resurrección. La carroza llevaba unos ángeles barrocos en las esquinas. Los ángeles muertos de los niños.
(...)
A las dieciséis horas, secas las lágrimas de todos – menos las de la madre, que siempre tienen ocultas fuentes que recordar -, aquella sombra se movió. Todos iban y venían. Había llegado ese tremendo momento en que se inicia el cansancio. Ya quedaban pocos. Si acaso, los más cercanos para cerrar la tapa del pequeño ataúd de juguete.
La mujer de luto sintió que su carne se erizaba. Una voz profunda saltó dentro de ella. Gritó:
-¡Se ha movido!
Todo fue silencio en su derredor. El padre la tomó por la cintura. Los hombres dejaron de fumar en el patio.
De un salto, la sombra negra, con el pañuelo chorreando en la mano, se puso junto a la niña amortajada.
-¡Dios mío, que la he visto moverse, que la he visto!
Puso su mano sobre su frente. Luego la otra…
-¡Está caliente! ¡No está tan fría!...
Se precipitó sobre sus mejillas. Colocó su boca junto a la oreja marfilina. El pecho de la niña olía a flores marchichas… Las apartó de un tirón. Dio otro grito, más fuerte:
-¡Está viva! ¡Mi hija está viva!
(...)
La madre, férrea, iluminada, como las posesas que a veces se ven en los últimos documentales que nos llegan desde los pueblos de la Calabria, abrazaba aquel puñado de carne envuelto en el hábito de la Virgen de la Soledad…
-¡No os la llevaréis! ¡Mi hija está viva!
Y lo estaba. De repente, tras las largas dieciséis horas de silencio, el levísimo reloj del pecho se había puesto a caminar, más de prisa, más fuerte. Bombeó de nuevo la sangre de sus venas. Las sienes se entibiaron. A las mejillas asomó una rosa lejana y marchita…
Hubo quien acudió al milagro. Corrieron voces de punta a punta de la isla.
(...)
Y así fue como la niña Hermógenes González volvió a la vida. Había conocido ya el duro y espeluznante tacto de la madera del ataúd. Dieciséis horas como dormida, sentada a la puerta de la madre…
Durante doce meses, la niña Hermógnes llevó su propia mortaja en torno al cuerpecillo. Fue su vestido. Una promesa. Muy pocos advirtieron, sin embargo, que aquella niña ya era casi una mujer.
En la frontera de donde no se regresa, Hermógenes González había puesto el pie. Ya no era una niña, porque había vuelto. Vestida con el hábito de la Virgen de la Soledad, en el fondo de sus ojos ya no había el paisaje del juego de unos niños. En el fondo de su mirada brillaba y se movía el pálido fantasma de la muerte, a la que ella había visto.
Los crisantemos
La muerte, que ha sido algo más que un olor a crisantemos y un mazazo en el costado. La muerte, que la volvió a visitar muy pronto. La historia es increíble, lo reconozco, pero es cierta. La he escuchado de sus propios labios un día de otoño en Tenerife, allá en su casa ramonesca, rodeada del mundo fabuloso de sus muñecos, sus trajes, sus vestidos de reina, sus hábitos, sus blancas galas de novia…
La muerte, que llegó de nuevo hasta su cama, ocho años después.
La segunda muerte
-Cuando tenía trece sufrí un fuerte ataque de catalepsia. Se queda una como muerta. Estuve un día cerca de la tumba, con un pie dentro de ella. Otra vez muerta. Era prácticamente un cadáver. Mis manos se habían cruzado sobre el pecho. Sentía el blanco resplandor de las sábanas entorno a mi. Mis ojos estaban cerrados. Mis uñas, negras. Escuchaba todo, muy lejos, pero claramente. Oía llorar a los míos. Mi madre no quería llevarme de la cama. Sentía su respiración cerca de mis labios. No podía mover ni un músculo del cuerpo. El médico llegó pronto. (...) Le dijo a mi madre: “Está muerta, señora. Su hija está muerta”. Mi madre negaba, lloraba fuerte, se revolvía cerca de mí, protegiéndome, dando vueltas en torno a la cama, como una leona. “Que no la toquen. Que no se acerque nadie a ella. Mi hija está viva. Yo sé que está viva”. Aquello fue mucho más largo que cuando era niña. Muerta, sin moverme, más de un día. Tendida, luchando con la vida a brazo partido, cerca de un mes. Hablaron del coche fúnebre. Ya no sería blanco, como el primero. Se había pensado en la mortaja. (...) Yo sentía a la gente que entraba y que salía, cuando se cambiaba una silla de sitio, el momento en que se abría la puerta del salón… Decían: “Está fría. Está helada. No vuelve en sí. Ahora es cierto. Tiene el rostro de la muerte”. Yo escuchaba, y quería decir, pero no podía. Hasta que pude mover un dedo de una mano. Mi madre suspiró triunfalmente, luego de sus largas noches de vigilia en torno a mi lecho, sin perder la esperanza. (...) Cada vez que me asomaba al espejo veía en mi rostro la imagen de la muerte… Pero pude ponerme en pie. También salí de aquella, también…
Así, de viva voz, lo ha contado doña Hermógenes González a este periodista. Vive separada y cosida al mundo por el hilo mágico de su sonotone. No mueve su mano derecha. También la tiene muerta.(...) La muerte siempre acude a un disfraz. La muerte tiene el frío de las máscaras del carnaval. Se viste como quiere. O de blanco o de negro. O de rojo…
(...)
El “escalofrio”
(...)
El ir y el volver a la vida de esta mujer ya se ha convertido poco menos que un oficio. Ya no tiene la categoría de un milagro. Ni siguiera ha llegado a tomar el cuerpo de un hecho sorprendente.
-Porque con quince años, otro nuevo ataque me puso muerta.
“Me puso muerta”, he anotado en mi bloc de notas.
-No hay que repetirla. También sentía todo, escuchaba a las gentes de mi derredor. Los llantos, los gritos…, pero mi corazón seguía funcionando. Había cumplido quince años, ya era una mocita…
(...) Tampoco cavaron para ella una tumba esta vez. ¡Y sin embargo, estuvo muchas veces en el camino de ser enterrada viva! ¡Y cómo será ese inmenso silencio, ese largo camino, hasta llegar a la tierra!
Y un golpe de azadón, y una palada húmeda sobre el perfil…
La soledad de los muertos…
Algo sabía Machado, don Antonio:
“Un golpe de ataúd dado en la tierra es algo perfectamente serio”.
“Otra vez vino vestida de rojo…”
(...)
También fue ciega. Esta es su otra muerte. Cinco años sin otra luz que la interior. Cinco años a la sombra del árbol de los besos.
-Aquello si que era grande y duro, señor. Aquello de no ver… y de sentir.
Se le han apagado muchas veces las luces de los ojos a esta mujer. Luego, a los cinco años, y de repente – hablan de unas aguas milagrosas, en las que naufragan las verdes algas que nacen en los tejados de la Laguña, el Santiago de Compostela de las islas Canarias -, un rayo de luz, y toda la vida en frente.
-¡Está una tan acostumbrada! ¿Sabe usted?...
Tan acostumbrada a la muerte. Y a volver de sus largos abrazos.
-¿Y eso?
Una desvaída soledad en su brazo derecho.
-No lo tengo. Lo he perdido en Tenerife, aquí, hace unos años.
(...)
-Ibamos en el tranvía, desde la Laguna hasta Santa Cruz, con una de mis hijas. Esperaba mi hija la llegada de la cigüeña. Usted conoce la altura del Fielato, ¿no? Pues allí rompió los frenos la máquina. Fue algo espantoso. Nos precipitamos desde la una altura brutal hasta el fondo de la cuesta…
Allí estaba la otra muerte. La que ella no había visto todavía. La sangrienta. Gritos, lamentos, el ruido infernal de los hierros que se descuelgan…, algunas personas que se lanzan al aire desde descansillos del tranvía… y al final, el golpe espantoso. Crujieron las ruedas, se rasgaron los vientres de las viejas maderas del vehículo. La sangre lo llenaba todo, salpicaba todo, ponía rojo el paisaje. Hombres sobre hombres, mujeres tendidas… Los niños que lloraban. El espectáculo era dantesco bajo la alta luz del sol del mediodía.
(...)
Doña Hermógenes respiraba, bajo el montón de maderas, entre los lamentos afilados. Su brazo derecho colgaba, como un pingajo de trapo, de su hombro. La sangre corría hasta sus pies. Cerca de ella, su hija, con una mano sobre el vientre, milagrosamente intacto tras el choque, pálida como una muerta, casi ni acertaba a llorar. Doña Hermógenes sonría, a pesar de todo.
-Mi niña, no te asustes, que no ha sido nada… No tengas miedo, mi niña… Lo importante está en que tú te encuentres bien… ¿Lo estás?...
Hubo necesidad de amputarle el brazo derecho. Doña Hermógenes mueve el vacío muñón:
-Pero todo pasa, señor… Mi brazo derecho es éste, mi hijo, que pinta como un ángel.
Esta mujer, que ha sido hecha de distinta carne que los demás seres humanos. Esta increíble criatura, que puede presumir de lo que nadie presume. Esta mujer única, que ha puesto al final del relato dramático un punto sonriente y festivo, como de broma:
-Les tengo dicho a mis hijos…, si muero; también lo he dicho a mis nietos, que no me entierren en seguida. Que esperen seis o siete días… Hasta que huela.
Tico Medina.
Fotografía: Jorge.

2 comentarios:

Pepe Cahiers dijo...

Menudo relato amigo, me ha emocionado e inquietado a partes iguales. Tico Medina y Ibañez Serrador, menudos talentos aquellos de la televisión heróica, lejos del tufo de la telebasura.

Lazoworks dijo...

Veo que compartimos el mismo sentimiento respecto a la TV de hoy...
Maldita Belen Esteban y compañia...