miércoles, 28 de mayo de 2008

MARÍA


Sé que pensáis que lo que hice fue horrible. Mi caso os horroriza tanto que ni siquiera habéis osado hacerlo público, y en parte prefiero que sea así. Pero antes de juzgarme, debéis entender que yo no soy como vosotros. Vosotros no tenéis ni idea de lo que es pasar un día sin probar bocado o beber de un maldito charco. Vosotros, que lo tenéis todo, no sabéis lo que es no tener un sitio para dormir. Ni siquiera sabéis lo que es hacer tus necesidades en mitad de la calle y que encima te lo recriminen. Así que por mucho que os intente explicar lo que ocurrió, jamás lo entenderíais.
Sé que cuando llegó la policía me encontraron cubierto de sangre, pero yo no tuve nada que ver en la muerte de María. Olvidáis que la cámara del cajero lo grabó todo y que tres jóvenes fueron los culpables de su muerte, no yo. Yo no tuve nada que ver en aquello por mucho que os empeñéis. Fueron aquellos tres diablos.
Yo amaba a María como jamás habéis sido capaces de amar a una persona. Conocí a María hace veinte años y era mucho más que una amiga o una amante para mí. Maria lo era todo. María era capaz de hacerme olvidar que vivía en la miseria.
Por las mañanas solíamos dar largos paseos hasta Plaza Catalunya y una vez allí nos separarnos para pedir limosnas. No conseguíamos mucho si pedíamos juntos, irradiábamos demasiada felicidad y a la gente que paseaba con sus bolsas repletas de compras parecía darle rabia. Así que nos situábamos el uno del otro a una distancia considerable, aunque sin perdernos de vista en ningún momento. Cuando nadie se percataba nos dedicábamos miradas cómplices desde la distancia. Maria solía mofarse de los carteles que yo utilizaba. En ellos escribía frases llenas de errores gramaticales en los que pedía ayuda y explicaba algo (ficticio) de mi vida, como: “Tengo tres ijos a los ke alimentá, por fabol allúdenme”.
Normalmente no conseguíamos mucho dinero, así que la mayoría de las veces teníamos que buscar algo de alimento entre los cubos de basura. A veces encontrábamos trozos de bocadillo que los niños tiraban a la basura, otras veces nos alimentábamos de las sobras de un restaurante y otras de alimentos caducados que desechaban los supermercados. Pero aunque me comiese un bistec frío y lleno de nervios, o unas patatas fritas revueltas con la ceniza de alguna colilla, con María siempre se convertía en un festín propio de los mejores restaurantes. Todo me sabía a gloría, tan solo tenía que mirarle a los ojos para que una lata de conservas caducada me supiera a caviar.
Así eran los días con María, los mejores de mi vida. Creedme, no añoró nada de mi vida anterior, cuando lo tenía todo. Tan solo echo de menos los hermosos días que me regalaba su compañía. Era preciosa….
Aquel fatídico día, hacía exactamente veinte años que nos conocíamos. Decidí hacer algo especial y le dije a Maria que me esperará en aquel cajero hasta que volviera. Tenía pensado comprar algo de pan y una botella de vino para darle una sorpresa. Pero lamentablemente cuando me dispuse a entrar en una tienda para comprarlo, el dueño me increpó con muy malos modales para que me largara de su establecimiento. Le dije que tenía dinero para lo que iba a comprar, pero al parecer aquella misma tarde le habían robado y no estaba dispuesto a dejarme pasar. Desconfiaba de mí. Así que decidí pedir algo de ayuda y le rogué a una señora que me encontré en la calle que comprara el vino y el pan por mí. Pero ante mi sorpresa, aquella mujer de gran apariencia se largó corriendo con todo el dinero. Decepcionado decidí volver al cajero con las manos vacías.
Cuando llegué a la calle vi a aquellos tres diablos salir corriendo del cajero en el que me esperaba Maria. Del interior salía una extraña luz que me hizo estremecer y pensar lo peor. Corrí todo lo que pude y cuando llegué encontré a Maria envuelta en llamas y dando vueltas de un lado para otro rodando por el suelo. Rápidamente me quité la chaqueta y la envolví con dificultad por su cuerpo hasta que conseguí apagar el fuego.
-¡María! ¡María! ¿Qué ha pasado? – le dije.
Pero la poca luz que le quedaba en los ojos se apagó a los pocos segundos. Maria había muerto. No me lo podía creer. Desesperado me tiré hacia ella y la abracé, intentando negarme a mi mismo que ya no la iba a volver a tener nunca más a mi lado. Su cara estaba completamente negra y apenas quedaba rastro de su hermoso cabello gris. En un impulso me fundí en un intenso beso intentando llenar aquel momento como si se tratara del último minuto de vida. Y mientras la besaba noté que la carne quemada de sus labios se desprendía con suma facilidad y sin dudarlo un instante, me metí aquel trozo de su labio en la boca y lo saboree durante unos instantes. Tenía un sabor amargo pero enseguida se volvió dulce y muy sabroso. Mantuve aquel sabor todo lo que pude dentro de mi boca hasta que instintivamente tragué aquel pequeño trozo de María y el sabor se perdió a través de mi garganta. Inmediatamente sentí el deseo irrefrenable de volver a sentir aquel dulce sabor en mi paladar, así que me dirigí a su cuello y apreté la mandíbula estrujando de nuevo su carne quemada entre mis dientes, pero debí cortar alguna arteria porque un potente chorro salió despedido de su cuello llenándome toda la cara de sangre, pero aquello no me importó. Abrí la boca y comencé a beber de ella como si de una fuente se tratase. Yo amaba a María y pensaba beber de ella hasta la última gota… María… Mi bella María…
¡No me miréis así! ¡Yo la amaba! ¡La amaba!
La amaba de verdad…



Dedicado con todo el cariño a María Rosario.

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