Timothy Leary |
La fe significa “confianza, especialmente en la fiabilidad de Dios”, así como “la aceptación de una opinión o historia que no se puede demostrar totalmente. (…) En el Nuevo Testamento (…) se afirma que, en virtud de su fe, el creyente sostiene el carácter verdadero de aquellas realidades que por el momento son invisibles” (1). Timothy Leary explica que “la fe es la muerte de la inteligencia”. Según dice, “cuanto más fuerte es nuestra fe, menos pensamos. Una persona segura de todo nunca tendría necesidad de pensar en nada” (2). Y nada más lejos de la realidad, la seguridad en las teorías creacionistas son las que impidieron el avance científico durante tantos siglos. En la Edad Media, sin ir más lejos, la Santa Inquisición causó estragos entre la población y su caza de brujas se llevó a muchos médicos, astrólogos y científicos por delante. Gente que, al fin y al cabo, simplemente cuestionaba las creencias impuestas por la sociedad de entonces y buscaba otro tipo de respuestas.
Desde que el hombre es hombre siempre ha intentado hallar la solución al misterio de su existencia y de todo lo que le rodea. Las fábulas religiosas que escribieron los antiguos en torno a la creación no parecieron zanjar demasiadas incógnitas, así que con el paso de los años el ser humano las ha ido resolviendo paulatinamente gracias a la ciencia. Poco a poco hemos dejado de lado la Biblia y las visitas a la Iglesia en pos de unas explicaciones más concretas y tangibles. Pero estas respuestas científicas, paradójicamente, no siempre resultan tan entendibles para el ciudadano de a píe y muchos nos “creemos” sin cuestionarlo ni entenderlo, formulas matemáticas incomprensibles, pensamos que todo está compuesto por microorganismos imposibles de ver para el ojo humano, o aceptamos adelantos que nos hacen la vida más sencilla y complicada a la vez. Por lo tanto, a menos que una persona sea una estudiosa de la materia, los ciudadanos medios hemos dejado de tener fe en la religión para depositarla de algún modo en lo que nos ofrece la ciencia. Los científicos son nuestros guías y la ciencia la “religión” del futuro. Actualmente ellos son los que, de una manera u otra, dictan lo que está bien o mal, siendo el culto al cuerpo (y no el alma) su principal motor. Ellos pueden cambiarnos, pueden sanarnos, pueden protegernos y, por supuesto, destruirnos. Los avances dentro de este terreno están determinando nuestro futuro al igual que lo hacían las antiguas profecías de los Santos Apóstoles. Existen muchas diferencias entre la ciencia y la religión, por supuesto, pero, tal y como veremos a continuación, puede que en el fondo no sean tan distintas.
Si partimos del “principio del doble poder”, que exponía Tom Morris en su indispensable libro Los superhéroes y la filosofía, uno es más que consciente que “cuanto más poder tiene una cosa para bien, igualmente la tiene para mal y viceversa” (3). En el caso de la religión pasa lo mismo. Cuanto mayor es el grado de creencia que depositamos más peligrosa se vuelve para el individuo que la practica o para los que le rodean. El fanatismo o las creencias demasiado arraigadas han hecho que muchos hayan tenido (y sigan teniendo) ciertas desventajas respecto a otras personas de diferente raza o condición. Las diferencias las hayamos sobretodo en determinadas sociedades subdesarrolladas, en la que la fe a diversos dioses limitan el bienestar físico en pos de un beneficio espiritual. La discriminación de género, por ejemplo, o ciertos sacrificios por determinadas costumbres, son el pan de cada día en estos lugares donde la ciencia no ha llegado a implantarse del todo. El hombre fanático es capaz de realizar las peores fechorías sin que él mismo sea consciente de ello, pues aunque esté actuando en su contra (o en la de los demás), lo hace mayormente por un bienestar cuyos resultados se dejarán ver una vez haya muerto, así que siempre nos quedará esa duda de si realmente todo este sacrificio merece la pena. Si esto mismo lo trasladamos a la ciencia y, más concretamente, al terreno del cine de ciencia ficción, podemos comprobar que en este terreno también se dan estos casos pero desde otra perspectiva. ¿Por qué verlo a través de la ciencia ficción? Pues porque la ciencia ficción es “lo que toma por objeto la anticipación o la divulgación de la ciencia” (4) o, según el escritor Kingsley Amis, “prosa narrativa que trata una situación que no puede ocurrir en el mundo que conocemos, pero que se establece como hipótesis basada en alguna innovación de la ciencia o la tecnología, o de la pseudociencia o la pseudotecnología, ya sea de origen terrestre o extraterrestre” (5). Así que siguiendo con lo expuesto anteriormente, y como hemos apuntado, de la mano del cine ci-fi, se me ocurren varios ejemplos de personajes que ponen en peligro sus vidas y la de los demás, con tal de que, no sólo ellos, si no toda la humanidad, consiga avanzar “científicamente”.
Uno de ellos lo podríamos encontrar en la película El enigma de otro mundo (The Thing From Another World, 1951) de Christian Nyby y Howard Hawks. En este film, un grupo de personas confinadas en el Ártico – entre ellas, como no, un científico (Robert Cornthwaite) -, ve como un extraño artefacto cae del cielo y queda atrapado en el hielo. Una vez lo encuentran consiguen rescatar lo que parece ser un extraterrestre cuyo metabolismo se asemeja al de las plantas, y que, según nos explican, se alimenta de sangre. Como ven, no hace falta ser un lumbreras para percatarse del terrible peligro que corren sus vidas al tener a semejante alienígena encerrado junto a ellos, pero el científico, ante la posibilidad de poder estudiarlo y “avanzar”, decide dejarlo con vida. No sólo eso, sino que él mismo intentará entablar una conversación con la criatura demostrando su valentía y su curiosidad científica. “No me hagas nada, soy tu amigo”, le llega a decir el muy iluso. Otro ejemplo con idénticos resultados lo encontramos en Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) de Ridley Scott, aunque en este caso el principal instigador de la “fe” (científica) es un cyborg carente de sentimientos (Ian Holm), cuya única lógica consiste en conservar con vida un alienígena salvaje y parasitario, capaz de matar y utilizar como recipientes a los tripulantes del Nostromo. El desalmado cyborg no hace otra cosa más que ser la mano ejecutora de los deseos de los científicos humanos (refugiados a buen recaudo en la Tierra), haciendo que éstos se hagan realidad. Al fin y al cabo ha sido programado para ello y su “fe”, si se me permite la expresión, es ciega. En El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Xperiment, Val Guest, 1955), por citar otro caso, el Dr. Quatermass encarnado por Brian Donlevy, decidía al final de la película volver a enviar otro cohete al espacio aún habiendo visto los terribles efectos que conlleva (uno de los tripulantes volvía con vida, pero con un organismo alienígena creciendo en su interior). En fin, como ven, cualquier cosa sirve en beneficio de la ciencia…
En las películas de ci-fi tal es el grado de sacrificio y fe de los científicos, que muchos (buenos) mad doctors deciden probar consigo mismos sus experimentos. Tienen tan claro que su invento tendrá resultados satisfactorios que, aún teniendo un carácter de lo más insólito/milagroso, no les da miedo servir de conejillos de indias sin haberlo testado previamente. En este caso, y a diferencia del cine o la literatura religiosa, sus prodigiosas invenciones (o “milagros”) son fuertemente castigadas pues parecen reservadas al divino. En este tipo de films se intenta penalizar de algún modo la osadía del ser humano en pos de salvaguardar la figura de Dios. Por lo tanto, mientras vemos La mosca (The Fly, Kurt Neumann, 1958), uno ya sabe de antemano (pues la película está planteada como un tremendo flashback) que el invento del Dr. Delambre (David Hedison) no ha llegado a buen puerto. Pero no sólo eso, pues, tal y como veremos, el destino (divino) no tiene suficiente con haber convertido al doctor en un ser mitad hombre mitad insecto, sino que en última instancia la mala fortuna guardará una terrible sorpresa al desafortunado científico. En El hombre con rayos X en los ojos (X, Roger Corman, 1960), al doctor interpretado por Ray Milland no se le ocurre otra cosa que probar consigo mismo un potente suero que ha inventado y con el cual dotará a su vista de visión con rayos X. Pese que al principio la cosa funciona, el buen doctor termina padeciendo los síntomas de su atrevimiento y su suero acabará descontrolándose haciendo que éste vea más de la cuenta. No nos ha de extrañar pues que el final de la película se desarrolle en una especie de carpa donde un grupo de feligreses atienden a un sermón. Milland, preso de su angustia, remata su sufrimiento arrancándose los ojos, la fuente de su dolor, mientras que los fieles no dejan de repetirle un pasaje bíblico que reza lo siguiente, “si tus ojos te escandalizan, arráncatelos”.
Otro de los temas más recurrentes dentro de la religión es el de la existencia de vida después de la muerte. Si has sido bueno, según nos han enseñado de pequeños, cuando mueres puedes seguir tus aventuras perennemente junto a tus antepasados y demás almas bondadosas en una especie de limbo acomodado para tal propósito. Lo que existe después de la muerte es un tema que siempre ha preocupado a la humanidad, por lo que ese “más allá” o ese “más acá”, o incluso la posibilidad de reencarnarse, bien podrían ser meras invenciones (o no) que consiguen apaciguar el dolor y preocupación ante la idea de la muerte de aquellos que siguen una determinada doctrina religiosa. Según apunta Jean Delumeau “hasta el siglo XIX no se registran dudas, en los cristianos, acerca de la autenticidad de los datos escriturario concernientes a la Resurrección. (…) El verdadero problema apareció cuando una ciencia, a su vez “precrítica”, planteó como postulado que no existe otra realidad más que el mundo de los sentidos y la realidad. El “milagro” y la Resurrección, que es el milagro por excelencia, debían ser negados a priori” (6). Como ven, la respuesta de la ciencia a esta incógnita no podía ser más clara y contundente, pero aún así se sigue estudiando el motivo del envejecimiento de las células con tal de poder alargar la vida de las personas lo máximo posible e incluso intentar alcanzar la “eternidad”. En lo que respecta a la ciencia-ficción, esa búsqueda de la inmortalidad se ha visto retratada mayormente con la resurrección de los muertos. Un ejemplo más que consabido por todos lo encontramos en el Frankenstein de Mary Shelley, que adaptó al cine James Whale, entre otros tantos. En ella, nuestro famoso mad doctor intentaba devolver a la vida mediante la electricidad un cuerpo compuesto de partes de diferentes cadáveres a los que había exhumado de sus tumbas. Tanto en la película de Whale como en sucesoras secuelas, pastiches y revisiones, el monstruo, no siempre malvado, terminaba escapando del dominio de su creador y se tornaba en su contra al verse rechazado por la sociedad e, incluso, por el amor de su “no vida” (aquí vemos una vez más el castigo divino que apuntábamos anteriormente). Pero quizás una de las entregas más interesantes y originales que giraba en torno al Dr. Frankenstein, sea aquella producida por la Hammer en la que Peter Cushing, mediante un estrafalario invento, conseguía introducir el alma de un hombre en el cuerpo de una mujer (Susan Denberg). Lamentablemente, esta premisa (7) claramente transformista (tenemos a un hombre dentro de un cuerpo de mujer, ¡cuánto juego se le podía haber sacado!) no alcanzaba todas sus expectativas, pero pese a ello Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman, Terence Fisher, 1967) supone una vuelta de tuerca a la temática pseudocientífica de la resurrección, al incluir en su trama un elemento que solía ser obviado en las otras películas del Doctor Frankenstein: el alma. Por lo tanto, en dicho film la ciencia reconocía que se necesitaba algo más que la electricidad de un rayo para revivir a un hombre en toda su expresión. Siguiendo con la Hammer y la saga que produjo entorno al Barón Victor Von Frankenstein, cabría señalar dos producciones posteriores, El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must be Destroyed, 1969), y Frankenstein y el monstruo del infierno (Frankenstein and the Monster From Hell, 1974), en las que nuestro incansable Doctor, como casi siempre encarnado por Cushing, conseguía de un modo bastante curioso una especie de resurrección: a través de un trasplante de cerebro. En ambos films, se colocaba el cerebro de un muerto a otro cuerpo, y éste continuaba teniendo los mismos recuerdos y sentimientos que había tenido en vida, proponiendo que tal vez eso que llaman el “alma” se encuentre en nuestro cerebro, cosa que por otro lado apuntó más tarde Eduard Punset en su libro “El alma está en el cerebro”. ¡Que alguien le contrate para que encarnar a Frankenstein en producciones venideras!
Todos los intentos que hemos visto en el cine de resucitar a los muertos no han podido tener peores resultados. Sirva de ejemplo la saga iniciada por Stuart Gordon con Re-animator (1985), film cuya base literaria la encontramos en H. P. Lovecraft, ni más ni menos, y en la que los revividos devoraban a los vivos presos de una rabia homicida propiciada por un suero creado por el Dr. Herbert West (Jeffrey Combs). Por no hablar de la infinidad de películas que, con mayor o menor atino, han surgido a raíz de la seminal obra maestra de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes (The Night of the Living Dead, 1969). A partir de ella, en las películas de zombies se busca la causa casi siempre en avances tecnológicos, virus bacteriológicos surgidos de laboratorios, o en las consecuencias de una contaminación medioambiental del mundo industrial y energético de nuestro tiempo, siendo los líquidos tóxicos y la energía nuclear los principales causantes. Permitiéndome pues esta pequeña incursión en el cine de terror más puro, en la genial película de Jorge Grau, cuyo título español No profanar el sueño de los muertos (1974) ya contiene claros ribetes religiosos, se exponía que el causante del revivir de los cadáveres era un revolucionario invento agrícola con el que se ahuyentaba a los insectos de las cosechas. A pesar de que las intenciones del film era realizar una especie de denuncia ecologista – pues está más que claro que el invento no fue fabricado para devolver a la vida a los fiambres -, una vez más vemos reflejado el castigo sagrado al que debe verse sometida la evolución humana. Otro caso lo encontramos en la desfasada e incluso divertida La invasión de los zombies atómicos / Incubo sulla città contaminata (Umberto Lenzi, 1980). Después de que el caos se adueñara de la ciudad debido a la invasión de unos zombies ultraviolentos revividos por la radiación atómica, un reportero y su novia enfermera, encarnados por Hugo Stiglitz y Laura Trotter, reflexionaban sobre los avances tecnológicos que les habían llevado a esa situación y se preguntaban si de verdad servían de algo. Más tarde, incluso, se cobijan en una iglesia pensando que lograrían estar a salvo de los infectados, pero para su sorpresa, éstos, a diferencia de los vampiros y demás seres demoníacos, no respetan ni los lugares, ni los símbolos sagrados y el propio cura también resulta contaminado.
Otro caso distinto pero que bien podría estar relacionado con lo inmediatamente expuesto, es la creación de vida artificial. Es decir, que un humano sea capaz de crear vida inteligente a su gusto mediante la High Tech. Los robots, cyborgs y demás organismos sintéticos que hemos visto en las películas de ci-fi suponen la negación absoluta de Dios, siendo los científicos los únicos “creadores” que han intervenido en su elaboración (o nacimiento, si se le quiere llamar así), ya que para ello dejan al margen cualquier empleo natural y, por consiguiente, cualquier incógnita que se pueda crear entorno a éstos (incógnitas tales como la del alma). Por consiguiente, uno da por sentado que dichos robots son meras máquinas programadas para determinados propósitos que van en función de las necesidades de los seres humanos que los crearon. Aún así, el cine ha jugado con la idea de que esas máquinas se volvieran en contra de sus creadores (¿a caso el ser humano no actúa a veces contra su “Creador”?) hasta incluso suplantarlos. De ese modo, la ciencia ficción ha ido moldeando sus robots en películas como Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927) o Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred McLeod Wilcox, 1956), en las que se los dibujaba como meros siervos de los científicos, hasta llegar a la computadora HAL 9000 de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space odissey, Stanley Kubrick, 1968), en la que se exponía la rebelión de la computadora de una nave interestelar, al intuir que los humanos que la pilotaban querían desconectarla. El 2001 creado por Kubrick y Arthur C. Clarke sería el punto de partida para la “humanización” de los seres robotizados al dotar a su protagonista informático de conciencia y capacidad de maniobra al margen de los parámetros con los que había sido programado. Dicho planteamiento dio lugar a un sin fin de películas que también jugarían con esta hipótesis, pero que no alcanzaría sus cotas más altas hasta la llegada de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), adaptación de la novela de Philip K. Dick “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”. En dicho film unos androides llamados “replicantes” se entremezclaban en la sociedad futura y se hacían pasar por humanos con tal de poder subsistir, mientras que, por otro lado, una especie de agentes policiales llamados “blade runners” les daban caza. Incluso se llegaba a jugar con la ambigüedad de lo humano y lo cibernético hasta tal extremo que nuestro protagonista, Rick Deckard (Harrison Ford), hipotéticamente un humano, tenía dudas existenciales sobre su verdadera naturaleza y se planteaba que no fuera en realidad una creación sintética al igual que los androides a los que “liquidaba”. En Inteligencia artificial (A. I., Steven Spielberg, 2001) se iba un paso más allá al construir a un androide con forma de niño capaz de amar y tener sentimientos, la única diferencia que, en teoría, nos diferencia a nosotros los seres humanos de las máquinas. El niño robot encarnado por Haley Joel Osment es capaz de cruzar mar y tierra en busca de su madre, en una historia épica en la que vemos reflejado un verdadero acto de amor. Yo diría incluso que “sobrehumano”, porque la muestra de amor que se da en la película es tan desmesurada que bien podría equivaler a los (súper) poderes (normalmente destructivos) que suelen lucir las máquinas en los films de ci-fi. Por no hablar del “milagro tecnológico” que se da al final de la cinta, en la que unos bienintencionados y divinos extraterrestres consiguen, al fin, hacer realidad el sueño de ese “niño” cibernético, que no era más que sentirse querido por su madre durante un día. Un sueño que los hombres por cierto, habían sido incapaces de satisfacer anteriormente.
Una vez vistos estos breves pero, espero, claros patrones dentro del cine de ciencia-ficción que a bien seguro se deben ampliar, a uno sólo le queda preguntarse, ¿hacia donde se encaminará la humanidad en el futuro? Tal y como apunta Karen Armstrong “¿cómo podrá sobrevivir la idea de Dios en los próximos años? Durante cuatro mil años se ha ido adaptando constantemente para responder a las exigencias del presente, pero en nuestro propio siglo son cada vez más lo que piensan que ya no tiene sentido para ellos y, cuando las ideas religiosas dejan de ser útiles, se desvanecen. Tal vez Dios sea una idea del pasado” (8). Si la idea de Dios es algo del pasado, ¿podrá la ciencia satisfacer todas y cada una de las necesidades y preguntas del ser humano? ¿Podrá abarcar por completo nuestro modo de vida? Según estos ejemplos vistos en el cine, ¿es eso lo que de verdad le conviene al hombre? ¿La figura de Dios podrá desaparecer por completo? Y de ser así, ¿podremos depositarla en un dogma completamente científico? Como contestación a estas preguntas y, como siempre, buscando un ejemplo dentro de séptimo arte, a uno le viene a la mente la trilogía ciberpunk creada por los hermanos Wachowski, en la que se dibujaba un futuro gobernado por máquinas donde la humanidad esclavizada vivía bajo el influjo de un mundo irreal que los mantenía en silencio y sirviendo como meras baterías para una gigantesca urbe robotizada. Según vemos en Matrix – film cargado de referencias que giran entorno a la mitología griega (9) -, los hombres no tienen ningún credo específico ni ningún valor, pero entre tanta tecnología surgía Neo (Keanu Reeves), una especie de “elegido” (en el film se le llama así, pero en realidad es un hacker informático) capaz de poder plantar cara al sistema junto a un grupo reducido de personas (entre los que no puede faltar el traidor, el “Judas”, interpretado por Joe Pantoliano) y escapar del mundo virtual en el que vivía encerrado. ¿Significa eso que nos encaminamos hacia un mundo virtual, tal vez? Lo más paradójico de esta trilogía es que en la última entrega, Matrix Revolutions (2003), la trama se adentraba más explícitamente en la religión cuando nuestro Mesías era capaz de utilizar sus poderes en el mundo “real”, dotando de ese modo al personaje de un aire claramente místico llegando a emparentarlo con la figura cristiana por excelencia: Jesucristo, al morir (muere con las piernas unidas y los brazos extendidos, emulando la crucifixión) y resucitar, salvando de ese modo a la humanidad. ¿Significa eso que después de tanta modernización volveremos a nuestros orígenes espirituales? En Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, Robert Wise, 1951) se escenificaba la llegada de un O.V.N.I. a los EE.UU. del que salía el emblemático Klaatu (Michael Rennie), un extraterrestre de forma humana que, como si fuera el mismísimo enviado de Dios, llegaba a la Tierra para intentar salvarla de un inminente final propiciado por los peligrosos avances a los que había llegado la humanidad (con descubrimientos tales como el de la bomba atómica). Para tal propósito, nuestro bienaventurado extraterrestre, después de dar su vida por la humanidad y resucitar, dejaba como vigilante a un poderoso robot llamado Gort que desde los cielos vigilaría los movimientos de los terrestres y que, ante cualquier amenaza, no dudaría en terminar con todo rastro de vida. Ultimátum a la Tierra suponía entonces, una cosa bastante sorprendente, pues aquí de lo que se trata es de que los avances científicos no lleguen a extremos (auto) destructivos que pongan en peligro no sólo al mundo sino a toda la galaxia; por lo tanto, resulta un tanto paradójico que sea precisamente un científico y su familia, los que ayuden a Klaatu en su llegada al planeta azul. ¿Tal vez la ciencia comprenderá al fin que existen ciertos límites? Si es así, ¿quién los pone? ¿Por qué no puede la Tierra llegar a los mismos avances (armamentísticos) a los que ha llegado, por ejemplo, el planeta del que proviene Klaatu? Son demasiadas incógnitas que nos es imposible resolver. Al menos de momento.
Las personas siempre han sentido la necesidad de “creer” – que es el verbo correspondiente a la fe (10) -. Por lo tanto, ese requerimiento bien se ha podido utilizar para tenernos controlados, ya sea mediante la religión o, como ya hemos visto, a través de la ciencia. Puede que la esplendorosa obra maestra de John Carpenter, Están vivos (They live, 1988) nos pueda ilustrar en este aspecto al mostrar a una sociedad engañada y abocada a creer en un sistema capitalista y de consumismo, siendo los principales causantes una red de alienígenas filtrada en nuestro planeta con el objetivo de gobernarlo. El héroe (Roddy Piper) de la película se unía a un grupo paramilitar que combatía clandestinamente a los extraterrestres, para lo cual disponían de unas gafas de sol que les permitía ver la realidad. Dicha realidad consistía en vislumbrar mensajes subliminales cifrados a través de todo lo que les envuelve. En carteles publicitarios, en los billetes, en la televisión… Todo parece estar dispuesto para dominar a los humanos, pero en este caso es un cura el que, junto a un grupo de hombres, combatirán clandestinamente a los extraterrestres. Dicho cura, para colmo, ciego, está encarnado por Raymond St. Jacques y llegará a clamar al unísono los mensajes que los revolucionarios transmiten a través de un canal pirata de televisión, como si estos fueran salmos de la Biblia. Como vemos, en Están vivos parece que la Iglesia no sale tan mal parada, pero en realidad esos mensajes cifrados que los humanos no ven directamente (“OBEDECE”, “CÁSATE Y REPRODUCETE”, “CONTINÚA DORMIDO”), se pueden trasladar tranquilamente a las imposiciones que durante siglos ha exigido la Iglesia. ¿Se imaginan que, con esas gafas de sol puestas, a George Nada le hubiera dado por entrar en la casa del Señor? ¿Se imaginan la cantidad de “mensajes” que sería capaz de ver allí dentro?
Quizás a voz de pronto uno pueda pensar que la solución a tanto sometimiento sea mostrarse incrédulo ante todo lo que le rodea. Pero en este caso, el “no creer” también implica una obligación por parte del individuo y, por consiguiente, el “ateísmo” por ejemplo, también supone al fin y al cabo una muestra de fe. Pues tal y como explica Antonio F. Rañada, “el ateísmo es la creencia en que no existe Dios de ningún tipo ni ninguna realidad inaccesible a los sentidos (…). Con frecuencia se acompaña de la convicción de que es posible, o al menos lo será en el futuro, dar una explicación de todo lo que existe en términos puramente materiales, gracias a la ciencia” (11). Directa o indirectamente todos creemos en algo, y por lo tanto, a eso que llaman fe es imposible escapar.
(1) “Diccionario de la Biblia (Guía básica sobre los temas, personajes y lugares bíblicos)”. W. R. F. Browning. Ed. Paidós 1998. Pág. 184.
(2) “El martillo cósmico. (Libro I. El último secreto de los Illumianti)”. Robert Anton Wilson. Ed. Palmyra 2006. Pág. 16.
(3) “Los superhéroes y la filosofía”. Edición de Tom y Mat Morris. Ed. Blackie Books 2010. Pág. 84.
(4) “El cine de ciencia ficción. Explorando mundos”. (Capítulo: La ciencia ficción, un conglomerado heteróclito). Gerard Lenne. Edición de Antonio José Navarro. Ed. Valdemar (colección Intempestivas). Pág. 53.
(5) “Hay algo ahí afuera. Una historia del cine de ciencia-ficción. Vol. 1 (1895-1959). De la tierra a Metaluna”. Jordi Costa. Ed. Glenat. (Colección Biblioteca Dr. Vértigo). Pág. 11.
(6) “El hecho religioso. Enciclopedia de las grandes religiones”. Jean Delumeau. Ed. Alianza Editorial. 1995. Pág. 25-26.
(7) Dicha premisa se abordaría en otras producciones, tales como la española Odio mi cuerpo de Leon Klimovsky (1974).
(8) “Una historia de Dios. 4000 años de búsqueda en el judaísmo, el cristianismo y el Islam”. Karen Armstrong. Ed. Paidós. 1995. Pág. 446.
(9) Tal y como declararon los hermanos Wachowski respecto a sus fuentes de inspiración: “siempre nos han interesado la mezcla de conceptos e ideas. Por ejemplo, la mitología es un punto de partida para toda la historia contemporánea, se ha integrado en la cultura y forma parte de ella. Nuestro objetivo fue crear un guión actual que bebiera de la mitología, pero con un sentido. No se trataba de lanzar un montón de referencias porque sí…”. “Cyberpunk, más allá de Matrix”. Horacio Moreno. Ed. Circulo Latino 2003. Pág. 131.
(10) Id. Nota (1)
(11) “Los científicos y Dios”. Antonio F. Rañada. Ed. Nobel. 1994. Pág. 43.
Escrito para La Abadía de Berzano.
7 comentarios:
No sabía que el artículo era tuyo!
Muy interesante, pero ya te he respondido en La Abadía... XD
Sauldos!
Lo que yo digo siempre cansinamente:"
científico o pasta de dientes"...yo últimamente me he visto todas las series de ciencia-ficción de la tele:"Pedidos","Fringe","Eureka","Almacén 13" ...
Quimérico: Si, si, de vez en cuando me dejan escribir cuatro tonerias en la Abadia, jejeje... Muchas gracias, amigo!
Angelpito: pues mire, yo no he visto ni una... Jejeje
Me inclino y le presento mis respetos. ¡Menuda entrada, digna de un erudito de alto rango!. Tendré que darle un segundo repaso para empaparme de tan magistral clase. Eso me recuerda que, hace un siglo, antes del blog, me distraía escribiendo un libro sobre Dios, el ateísmo, la religión y demás. Algún día puede que lo publique en el blog, cuando me asegure de que no saldrán espantados los benditos que se acercan a la Guarida.
Pues me alagan sus palabras. Sobretodo viniendo de usted, Mr. Pepe!
Echele usted un buen vistazo hombre, empapese bien, que me ha costao lo suyo escribirlo... (Bueno, a lo mejor no tanto, pero le he dedicado más tiempo que a los posts que suelo publicar por aquí).
Por supuesto sobra decir que ya está usted tardando en publicar esas antiguas misivas suyas!!
Interesante entrada. Sólo veo un pequeño error: 2001, Odisea en el espacio no es de Isaac Asimov, es de Arthur C. Clarke. De nada.
Menudo lapsus!!! Me fié de mi memoria y no me dio por mirarlo...
Muchas gracias.
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